jueves, 10 de diciembre de 2009

Revival II

27/03/07

Las pecas parecían disolverse en aquellas mejillas sonrosadas debido al calor, a las prisas y a la riña que le esperaba en casa impaciente. Las farolas del pueblo ya se habían encendido hacía un rato, cuando recuperaba el aliento y abría los ojos, y por la carretera secundaria, acueducto de los aires modernos de la ciudad, ya no pasaba ningún vehículo desde hacía varias horas. Ni una bicicleta de hierro, ya no eran horas de comerciantes.

Los zapatos le hacían un poco de daño en el orgullo, demasiado charol para 16 años y demasiado blancos para la cada vez más ligera inocencia, rasgada esa misma tarde, igual que el vestido de lino del que se encaprichó aquella zarza dichosa y que ahora tenía pequeñas manchas de color púrpura con sabor a mora, a sus labios, a su piel. Se decía a sí misma que, cuando llegase el momento, debería ser cautelosa, sensata, madura. Pero nunca planeó los ojos verdes, hipnóticos que le robaron la vergüenza en un suspiro, el derecho a gobernar sus instintos. Los ojos que le sumieron en un remolino de hojas, ramas rotas y hierba en el pelo; los que apagaron el sol de la tarde y acallaron los miedos más enraizados a su fe; los que redujeron el mundo a una burbuja al vacío, sin nombres, sin condición, sin conciencia, sin límites.

Tropezando con alguna que otra piedra, corría automática hacia la casa, reviviendo o, más bien, terminando de vivir aquella experiencia en la que lo más profundo de su ser pareció expandirse hacia el infinito a la velocidad de la luz, buscando desquiciada un muro final contra el que reventar en mil pedazos incandescentes... Duró poco más que la reanimación de la brasa de un cigarro en boca veterana, pero tuvo el efecto de la droga más adictiva.

Dobló la esquina y distinguió su portal bajo una luz tenue de farola de gas. Para su sorpresa, sintió un extraño alivio, como si le hubiesen quitado un peso de encima, a pesar de llegar una hora tarde. Se sacudió el pelo, plegó el vestido para ocultar las manchas de mora ...¿rojas?, creía haberse manchado de púrp... Un rayo de pánico la fulminó por dentro, sintió que se encogía y que le fallaban las rodillas. No pasa nada. No pasa nada. Respiró hondo un par de veces y recobró la serenidad. Entró en casa con la espalda arqueada y la cabeza gacha, quería volverse invisible.

- ¿Ana? ¿Eres tú? - su madre estaba en la cocina y su padre en el salón. Uno a cada lado de las escaleras que llevaban a su habitación.
- Sí. Sé que llego tar...
- Ya está hecha la cena. Cámbiate y ven.

¿No la iban a reñir?

- Por cierto, que sea la última vez que dejas al perro entrar en casa. Me ha destrozado la rebeca que me regaló tu abuela.
- Ah, lo siento, y siento la hora...
- ¿Qué dices? Venga, a cenar.

¡Aaah!

Y Ana cayó en la cuenta: es lo que tiene el final del verano, el atraso de hora...

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